El primer viaje a la cueva del dragón ciego y transparente
Escrito por: Laura Jurado
Fotografía: Typhlocirolana moraguesi (Mateo Vadell, Museu Balear de Ciències Naturals)
Desde que el hombre salió de las cavernas las leyendas consiguieron convertir esos espacios en morada de gigantes y monstruos. El solo nombre de las cuevas del Drach amenazaba con descubrir en su interior un horrible dragón de dos cabezas. Sin embargo, el primer animal que se encontró fue un pequeño crustáceo ciego y transparente. Una fiera insignificante descubierta por Emil Racovitza que dio origen a la bioespeleología moderna.
Convertidas en lugar de obligada peregrinación turística, las cuevas del Drach ya se visitaban desde el siglo XIX. Sin embargo ningún científico había entrado en sus cavidades para investigar más allá de las estalactitas con forma de palmera. Nadie desafió el misterio de las cavernas hasta que llegó Emil Racovitza.
«En aquella época los laboratorios oceanográficos de Europa estaban en contacto. El de Baleares invitó a Racovitza a hacer una visita a Mallorca en julio de 1904», explica el profesor asociado de Ciencias de la Tierra de la UIB y colaborador del Museo Balear de Ciencias Naturales, Ángel Ginés. Fue el propio Odón de Buen –responsable del laboratorio balear– quien llevó a Racovitza a las Cuevas del Drach en una de sus excursiones. La trayectoria del científico rumano era ya abrumadora: doctorado en Ciencias en París había participado en la expedición oceanográfica Bélgica al Antártico.
Desafiando las historias sobre los dragones y lo desconocido, se adentró en las cuevas en compañía de Fernando Moragues, hijo del propietario del lugar. «Por su experiencia como biólogo marino le interesaban fundamentalmente los lagos, y lo primero que se le ocurrió fue poner trampas en las que picaron algunos crustáceos», afirma Ginés. Se trataba del primer animal encontrado en una cueva. Una nueva especie a la que Racovitza bautizó como Typhlocirolana moraguesi, en honor a su colaborador.
«Aquel hallazgo fue tan importante que cambió radicalmente su carrera. Dejó a un lado la oceanografía y se centró en el estudio de las cuevas», afirma el profesor. La publicación de su obra Essai sûr les problèmes bioespéleologiques en 1907 sentó las bases de la bioespeleología moderna.
«En un primer momento, sólo trasladó el ejemplar al laboratorio y de su estudio sólo destacó que estaba claramente emparentado con especies marinas», asegura Ginés. Un año después, en 1905, la Sociedad Zoológica de Francia se reunía en la sede del Instituto Balear para la presentación del nuevo crustáceo. «Era un animal ciego y despigmentado, como gran parte de la fauna cavernícola, debido a la falta de luz en su hábitat. Características que se relacionan con la teoría del evolucionismo porque demuestran hasta qué punto se ha adaptado a su medio». Ginés destaca también el desarrollo de apéndices en esta especie como las antenas para compensar la falta de visión.
«La repercusión de Racovitza y de su descubrimiento fue mucho mayor en Francia y Rumanía. En su país natal se llegó a editar un sello con la imagen del Typhlocirolana moraguesi», explica Ginés. En Baleares su figura pasó durante mucho tiempo tan desapercibida como el monumento en su honor que hoy se levanta en el Paseo Marítimo. Sólo la importancia turística de las cuevas del Drach consiguió recuperar la importancia de aquel personaje.
Por su parte, Emil Racovitza volvió a Francia y, hacia el final de su vida, regresó a su país. En su currículum quedaban 1.200 cavernas de Europa exploradas y una colección de 5.000 animales hallados. «En las Islas se tardó mucho tiempo en reemprender los estudios sobre bioespeleología, aunque puntualmente fueron apareciendo nuevas especies», explica Ángel Ginés. No fue hasta los años 60 cuando los científicos retomaron ese viaje al centro de la tierra mallorquina.